Noticia sobre este evento en La Voz de Córdoba:
www.eldebate.com/espana/la-voz-de-cordoba/religion-y-cofradias/20240612/argumentos-iglesia-estar-contra-agenda-2030_204509.html

Crítica de Mons. Munilla a la Agenda 2030. La agenda 2033:
www.religionenlibertad.com/video/155182/agenda-critica-munilla.html

Unido a su vida

Abracé su tronco con mis manos
y sentí en mis palmas
el fluir de su vida.
Me aceptaba por compañero,
como parte de su entorno.
Cerré mis ojos;
el fluir no cesaba...
me relajé enseguida.
El viento mecía sus ramas,
sus hojas me saludaban,
esa mañana de febrero.
Su fragor me solazaba...
posé mi cabeza en su tronco
y compartimos nuestra vida.

Con los árboles

Conviví con los árboles
desde mi primer sueño...

Sus cabezas, rasando mis ventanas,
supieron mis secretos.

Cuántas veces, susurro
de sus hojas, me acunaron;
a veces, me durmieron.
Me dieron sus caricias
y también su alimento...

A su sombra, he llorado.
Sobre sus troncos tersos
he grabado los nombres...
desde mi amor primero.

Mis pasos peregrinos,
sobre el dorado seco
de sus hojas de otoño,
supieron el sendero;
y en el cobijo tierno
de sus brazos, tantas veces
abrigaron mi invierno.

Algún día, el cielo verde de sus ramas
me aupará hasta mi cielo,
mientras que por sus húmedas raíces
se hará savia mi cuerpo.

Quizás ellos me sigan recordando
como yo los recuerdo.
Y quizás la luz filtre mi voz entre sus hojas,
cuando ya me haya muerto…

No es poema, pero sí prosa poética:
«EL ÁRBOL Y EL VIEJO»

Es triste y hermoso a la vez mirarse a los años en el espejo de un árbol. Los árboles tienen un rostro que siempre situé bajo la cabellera de sus ramas, iniciando el cuerpo, su tronco. También ese rostro mira, incluso desde el pretérito. Pero a los árboles hay que saber mirarlos. Si se les sabe mirar, ellos te devuelven la mirada y te regalan un retrato, tu retrato, del color de su fruto.

No era un cajueiro, ¿tal vez un altivo castaño? No sé, yo no entiendo a los árboles por los nombres, sino por sus miradas y por sus silencios. Como un pacífico gigante que jamás entraba en lucha, se destacaba frente a mi puerta, circunvalado por el arriate verde, cinturón de esperanzas, rico en larvas y humedades, torre vigía de madera viva que parecía escudriñar los cielos. A mis ojos un coloso solitario con vocación de centenario, plácido, silencioso y afable. Entre sus mil aposentos, admitía huéspedes. Algunos, cansinos itinerantes, inmunes a la gravedad. Hormigas subían y bajaban por sus caminos, algunas aprovisionadas, otras por el puro placer machadiano, indiferentes al camino, andaban por andar. Diferentes parásitos, amigos de Parménides y Artemisa, colgaban de un velo su inanidad mientras secuestraban incautos. Eran las arañas.

El niño entonces miraba al gigante veteado de ballestas y apelaba a la fantasía sacudido más por lírica que por la ignorancia: «¿Y no tienen cosquillas, pá?» No no tenían, pero si tenían sangre. Y si no ¿qué cosa era aquél ungüento rojizo que a veces se derramaba desde sus venas camino de sus pies de tierra? Un árbol con venas, con las venas abiertas. «Y si se desangran pá. ¿Se mueren también?» No, no se morían, pero se ponían muy tristes, acaso no fuera sangre sino lágrimas. Por eso ya no pregunté más.

Sabía que un sencillo árbol podía enterrar a varias generaciones de hombres. Envidia sentía del árbol aquél, que sin haber sufrido cosquillas siquiera, me sobreviviría holgadamente, ¡él, mucho más viejo que yo! Si yo con suerte, podría verlo envejecer, él me vería luego desfilando ante un cortejo de silencios y alguna lágrima, ornado de maderas, como él, cuando a su semejanza, ya no pudiera sentir el hormigueo de otros inquilinos que correrían a recorrerme, como sus hormigas, devorándome quizá.

Pero no, no fue así. Ese árbol murió hace mucho sin asistirme, sin verme envejecer como yo a él lo vi. Alguien lo ajustició a la sierra, no sé como ni cuando, ni cual fuese su supuesto delito. ¿La enfermedad? ¿El hastío? ¿La indiferencia? Ya no está, y mucho menos estuvo cuando descubrí aquello que cantaba Alcione y que me avisaba de que los árboles nos retratan bien porque son testigos cabales insobornables, y de que sus raíces sí arraigan en la perspectiva del tiempo mientras nuestros pies se pudren a continuación de las ilusiones.

Hoy descubro que aquellas llagas de vejez que agrietaban su piel de corcho, son las mías, que sus lágrimas rojas son hermanas de las mías, que por mí también suben y bajan, sin apenas turbarme, los flacos días, los ocios voraces y los hambrientos recuerdos, y que mi sereno paso de viejo iniciado, es una flaca ilusión cuando ya mis raíces me entroncan al silencio umbrío de las noches por la gatera del olvido.

Pero me consuela saber que no estoy muerto, como aquél árbol, pues siento que por mis arrugas transitan hormigas de poesía que aún logran sacarle a mi alma alguna comezón e incluso alguna esperanza cuando me aseguran, que también los viejos pueden morir de pie. Como aquellos árboles de Casona.